En las redes y en los medios, los periodistas, intelectuales y polemistas de X suelen aparecer como los guardianes de la razón.
Son rápidos para detectar falacias, refutar datos dudosos y exhibir la ignorancia ajena. Sin embargo, el análisis de Musa al-Gharbi sugiere un giro incómodo en este storyboard: precisamente quienes son más inteligentes y sofisticados cognitivamente son, con frecuencia, los más tribales, dogmáticos y moralmente exhibicionistas. El problema no es que no piensen; es que piensan para su bando, más que para acercarse a la verdad.
Al-Gharbi habla de los “capitalistas simbólicos”: profesiones como la educación, la consultoría, las finanzas, la ciencia, el arte, los medios, el derecho o los recursos humanos. Son sectores donde el principal recurso no es la fuerza física ni el capital industrial, sino el manejo de símbolos: palabras, números, relatos, diagnósticos. Quienes habitan estos campos suelen tener alta formación académica y destrezas retóricas afinadas. Justamente por ello, explica, están mejor equipados para justificar sus creencias, blindarlas frente a la evidencia adversa y convertir cualquier discrepancia en prueba de inferioridad intelectual o moral del otro.
Su primer reflejo, sintetiza al-Gharbi, es atribuir la desviación ajena a “deficiencias” o “patologías”: el otro es ignorante, irracional, poco sofisticado o directamente fanático. Bajo esta lógica, la discrepancia nunca obliga a revisar la propia postura; solo confirma la superioridad del propio grupo. La educación y la sofisticación cognitiva dejan de ser herramientas para abrir la mente y se convierten en armadura identitaria. En lugar de reconocer sesgos, los transforman en rasgos virtuosos de una comunidad que se percibe a sí misma como más lúcida y moral.
Lo más inquietante, señala el autor, es que las personas con alto nivel educativo son menos propensas que la media a revisar sus creencias al enfrentar datos o argumentos que las contradicen. Conocen más fuentes, manejan mejor las estadísticas, recuerdan más ejemplos y dominan el lenguaje técnico necesario para perforar cualquier evidencia incómoda. La cognición se orienta al mantenimiento del relato preferido, no a su eventual corrección. El resultado no es una esfera pública más racional, sino una élite que juega con ventaja en el ring simbólico de la política y la cultura.
En este ecosistema, la señalización de virtud se vuelve moneda de cambio. Las intervenciones de muchos capitalistas simbólicos no buscan solo informar o argumentar, sino exhibir compromiso moral frente a su audiencia-tribu: mostrar que están “del lado correcto de la historia”. Cada hilo en X, cada columna incendiaria, cada comentario televisivo se convierte en una escena donde se dramatiza quién es sensible, empático, progresista, patriota, revolucionario o defensor del pueblo. La verdad factual se vuelve secundaria frente a la necesidad de reafirmar la identidad del grupo y castigar a los disidentes.
Ese mecanismo también afecta a la ciencia y al periodismo, dos instituciones que se presentan como árbitros neutrales del debate público. Al-Gharbi subraya que buena parte de la censura en la ciencia no viene de gobiernos autoritarios, sino de los propios científicos contra colegas cuyas posiciones morales o políticas consideran inaceptables. Se cierran puertas de revistas, congresos o financiamiento no por fallas metodológicas, sino por desviación ideológica. Algo similar ocurre en redacciones y platós, donde ciertas voces quedan marcadas como tóxicas y se excluyen, no siempre por la calidad de sus argumentos, sino por los costos reputacionales que generan.
Las plataformas virales potencian este guion. X, TikTok o YouTube premian la emocionalidad, la simplificación y el conflicto, no la deliberación lenta y matizada. Allí donde la atención es escasa y se mide en segundos, el capital simbólico se acumula con frases lapidarias, indignación performativa y batallas públicas. Los capitalistas simbólicos dominan estas reglas: saben cómo encuadrar un tema para hacerlo explotar, cómo construir un enemigo reconocible, cómo convertir cada discrepancia en serie de contenido. El storyboard resultante es el de una política que funciona como guerra de tribus morales, amplificada por algoritmos.
El diagnóstico de al-Gharbi no es un llamado al antiintelectualismo, sino a desmitificar a las élites cognitivas. No basta con asumir que, por ser más listas o mejor formadas, están naturalmente orientadas hacia la verdad. Sus cerebros obedecen a las mismas reglas que el resto: buscan estatus, pertenencia, seguridad simbólica. La cuestión de poder, entonces, no es solo quién controla los micrófonos o las columnas, sino cómo esas mentes están entrenadas para usar su inteligencia al servicio de la coalición antes que del conocimiento. Mapear ese conflicto es clave para entender por qué la conversación pública, tan llena de gente brillante, produce a menudo tanta oscuridad.