En el storyboard de la vida universitaria solemos imaginar seminarios vibrantes, debates abiertos y desacuerdos fértiles.
El artículo de Jukka Savolainen en The Chronicle of Higher Education rompe esa imagen idealizada y coloca la cámara en otro ángulo: el de una disciplina, la sociología, donde el equilibrio político se ha roto hasta volverse una monocultura ideológica. La pregunta ya no es solo qué estudia la sociología, sino quién tiene poder para decidir qué cuenta como conocimiento legítimo.
Savolainen compara cuatro grandes ciencias sociales: sociología, economía, ciencia política y psicología. Todas tienden hacia la izquierda, pero la sociología destaca por su desbalance: por cada profesor identificado como republicano, hay decenas de demócratas, y una proporción significativa se ubica en la extrema izquierda del espectro. Ese desequilibrio no es un simple dato demográfico; es un indicador de asimetría de poder al interior del campo, donde ciertas voces son la norma y otras, una rareza sospechosa.
Cuando el ecosistema académico se inclina de manera tan marcada hacia una sola orientación política, el problema no es que existan convicciones fuertes, sino que haya poca fricción discursiva. Una disciplina dominada por una sola perspectiva partidista se vuelve más vulnerable a confundir militancia con método, consenso ideológico con evidencia empírica. En ese escenario, la revisión por pares corre el riesgo de transformarse en revisión por aliados, y el desacuerdo genuino puede ser etiquetado como “reaccionario”, “inmoral” o “no científico”. La monocultura se convierte así en una forma de censura suave.
El corazón del debate es comunicativo: ¿quién define el marco de lo decible? Si los conceptos, agendas y problemas legítimos se fijan casi exclusivamente desde una sensibilidad política, la disciplina reorganiza su discurso en torno a esa sensibilidad. No solo se priorizan determinados temas, sino que se privilegian ciertos lenguajes morales y se deslegitiman otros modos de nombrar la realidad social. Lo que se publica, lo que se cita, lo que se vuelve “riguroso” o “relevante” termina filtrado por un campo que comparte, en lo básico, la misma cosmovisión.
La dimensión viral agrava este guion. La columna de Savolainen fue amplificada en X, LinkedIn y otras plataformas, generando reacciones airadas y apoyos efusivos, a menudo más interesados en la pelea cultural que en el matiz metodológico. Esa circulación convierte una discusión sobre estándares científicos en una batalla simbólica sobre quién controla el relato de la universidad: quienes denuncian la “corrupción ideológica” de la sociología y quienes acusan al autor de proporcionar munición a movimientos políticos que buscan recortar la autonomía académica. El problema del sesgo se vuelve, paradójicamente, otro episodio de polarización.
Las consecuencias se sienten fuera del campus. El caso de Florida, que retiró la sociología de su tronco común alegando politización, muestra cómo la percepción de una disciplina afecta su legitimidad pública. Cuando una ciencia social aparece ante la ciudadanía como brazo académico de un bando, pierde capacidad para servir como árbitro creíble en debates sobre desigualdad, género, raza o violencia. La lucha por el poder simbólico se desplaza del aula a los congresos locales, y la disciplina se encuentra, de pronto, defendiendo su propia existencia en el currículo.
Desde la lógica de storyboard, el relato que se arma es inquietante: un estudiante con inclinaciones conservadoras entra a un programa de sociología y aprende rápido a callar para sobrevivir; un académico que se aparta del guion dominante decide no someter ciertos artículos para evitar sanciones informales; un comité de contratación descarta perfiles que “no encajan” con la cultura del departamento. Ninguna de esas escenas, individualmente, prueba conspiración alguna; juntas, sin embargo, dibujan una estructura de poder donde la diversidad de perspectivas se vuelve excepción anecdótica.
Savolainen plantea que la diversidad de puntos de vista no es un gesto de fair play entre bandos, sino una condición científica: sin choque de hipótesis, sin fricción conceptual, sin diseños de investigación que partan de intuiciones distintas, la disciplina arriesga convertirse en un espejo complaciente de sus propias convicciones. El desafío para la sociología —y, por extensión, para todas las ciencias sociales— es recuperar un espacio en el que la crítica al poder externo no oculte el examen del poder interno que organiza su propio discurso.
Basado en Jukka Savolainen, «Left-Wing Bias Is Corrupting Sociology», The Chronicle of Higher Education, 22 de octubre de 2025.